11 enero, 2008

La familia, comunidad de iguales

MARGARITA MARIA PINTOS DE CEA-NAHARRO
Teóloga y presidenta de la Asociación para el Diálogo
Interreligioso en Madrid (ADIM)


En la concentración del pasado 30 de diciembre de la Plaza de Colón (Madrid) los obispos españoles presentaron el matrimonio y la familia cristianos como modelo a seguir, más aún como el único válido. Fuera de ella, todo es apocalíptico: divorcio exprés, matrimonio gay, aborto, manipulación de los jóvenes en la educación, incluso disolución de la democracia.
En otros documentos los obispos se han referido al pansexualismo que domina en la sociedad y han responsabilizado a la “revolución sexual” y a la “ideología de género” de multitud de dramas personales, rupturas matrimoniales, aumento de la violencia doméstica, etc.
El panorama no puede ser más desolador de puertas de la Iglesia católica para fuera. ¿Son así las cosas?

Yo creo que estamos ante una clara ideologización del tema. La familia
cristiana, presentada por los obispos como comunidad de iguales, ha funcionado históricamente como comunidad jerárquica y jerarquizada y, por tanto, como comunidad de desiguales. La institución familiar (cristiana) constituye el punto de iceberg y la máxima expresión de la dominación patriarcal y del sexismo, que tiene su traducción en las identidades del varón y de la mujer, en la distribución de roles y en el reparto de espacios y cargas. Un ejemplo: el rol del varón es normativo y tiene como misión elaborar las leyes y hacerlas cumplir; el de la mujer es afectivo, y tiene como encargo la crianza y la educación de los hijos y el cuidado de las personas con discapacidades. La función de los varones es producir; la de las mujeres reproducir.
Para el fundador del Camino Neocatecumenal Kiko Argüello, el orador más aplaudido en el acto del 30 de diciembre, la paternidad responsable consiste en “dar vida al ser humano: diez, doce hijos, los que Dios mande”. En las advocaciones a María se ha añadido una nueva: “María, ama de casa, ruega por nosotros”. La enseñanza católica tradicional sobre la familia considera que esa distribución de roles, de espacios y de identidades no responde a una evolución histórica, sino que pertenece a la propia naturaleza de lo humano.

Dos son las tradiciones sobre la familia que aparecen en el Nuevo Testamento.
Una, la más citada en los documentos episcopales, incorpora los códigos domésticos que ordenaban las relaciones en el hogar según el modelo
de la casa greco-romana. En ellos se hacen llamadas a los esclavos, a las
mujeres y a los niños a someterse a sus amos, a sus maridos y a sus padres,
respectivamente. Sirvan dos ejemplos como botón de muestra. Uno es de la carta a los Efesios: “Que las mujeres respeten a sus maridos como si se tratase del Señor, pues el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza y al mismo tiempo salvador del cuerpo, que es la Iglesia. Y como la Iglesia es dócil a Cristo, así también deben serlo plenamente las mujeres a sus maridos”. Otro, de la primera Carta a Timoteo: “La mujer aprenda en silencio con plena sumisión. No consiento que la mujer enseñe ni domine al marido, sino que ha de estar en silencio. Pues primero fue formado Adán, y después Eva. Y no fue Adán el que se dejó engañar, sino la mujer que, seducida, incurrió en la transgresión”. En contra de lo que se pensó durante siglos, ninguna de las dos cartas tiene como autor a Pablo de Tarso. Estos textos se desvían peligrosamente del mensaje originario del cristianismo.

A la segunda tradición pertenecen otros textos en los que Jesús de Nazaret cuestiona las estructuras patriarcales de la religión y la sociedad judías, que identificaban a la mujer con la maternidad. Jesús se opone a dicha identificación. Así se pone de manifiesto en dos escenas representativas. Cuando le anuncian que su madre y sus hermanos le están esperando, él responde: “mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,19-21). La segunda escena describe el diálogo de
Jesús con una mujer que piropea a voz en grito a su madre: “dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron” (Lc 11,27). La respuesta es similar: “más bien, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”.
Estamos ante una clara absoluta relativización de la maternidad. Ambas escenas constituyen una invitación a las mujeres a emanciparse y a no quedarse en el papel de reproductoras.


El movimiento de Jesús fue una comunidad igualitaria de hombres y de mujeres que pronto se convirtió en una corriente de protesta contra las prácticas patriarcales vigentes en el interior del judaísmo y del Imperio. Las mujeres jugaron un papel central en el cristianismo incipiente, desempeñando funciones directivas, sin tener en cuenta cómo ejercían su sexualidad, es decir si eran solteras, vírgenes, madres o viudas. En las comunidades paulinas se vivía también esta experiencia de esta igualdad. De ella deja constancia la carta de
Pablo de Tarso a los Gálatas: “Ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre,
ni judío ni gentil, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno”. En conclusión, la familia patriarcal no es un elemento constitutivo de la comunidad cristiana, sino una de sus más
graves patologías.

Los creyentes en Jesús de Nazaret no somos simples fieles sometidos a la jerarquía eclesiástica, sino que formamos una comunidad comprometida con la construcción de una sociedad más justa, plural y contraria a los fanatismos. Pertenecemos también a una sociedad, la española, cimentada sobre ciudadanos y ciudadanas que hemos elegido libremente a nuestros representantes. Sin embargo no hemos podido elegir a nuestros representantes religiosos como ya ocurre en otras tradiciones cristianas. Lo siento, señores obispos, pero la pluralidad y riqueza de nuestra tradición cristiana permite que pensemos de manera diferente a muchos
de ustedes.

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